
Dos niños pequeños almuerzan en el comedor de diario de su casa con el tío Hermes, un hombre afable que les relata historias de alquimistas y magos en medio de la cotidianidad doméstica. El tío suele trabajar a puerta cerrada en una pieza exterior, fuera de la cual el jardinero ha tenido que recoger más de una vez ratones o conejos muertos, pedazos de cables u otros residuos que, sin decir nada, mete en bolsas de basura y deja al lado de afuera de la reja. La residencia, enclavada en las faldas de Lo Curro, es grande y no tiene demasiada gracia. Además de los dueños de casa, una mujer menuda y un gringo alto y apuesto, y de los hijos del matrimonio, circulan por ella varios choferes y agentes de civil, incluido el hombre que los niños conocen como tío Hermes. Porque la casa no es una casa cualquiera, sino el cuartel Quetropillán de la DINA, la policía secreta de Pinochet que a mediados de los setenta secuestró, torturó e hizo desaparecer a cientos de opositores a la dictadura. Pero fue más que eso: por esa misma casa circularon novelistas, poetas y artistas, pues la propietaria, esa mujer propensa a la vida social y deseosa de pertenecer a la escena literaria, intercalaba su trabajo como agente de la DINA con su vocación por la escritura, y durante un lustro congregó en torno suyo a parte relevante del mundo de las letras.